Pocas formas de pesca tan fascinantes como la del agujón. Cuando se aprende a pescarlo desde la playa con un sedal delgado, la captura de sus similares de mayor tamaño -el marlin y el vela- no son más que meras prácticas de fuerza. Fritos al mojo de ajo o almendrados, los lomitos de agujón son de un sabor sin par. Y asados, en nada desmerecen al escabeche o caldo de jurel y barrilete.
Hoy por la mañana, agradecido por la abundancia de sardinas en la charca, intenté la pesca a todo lo largo de la playa. Al no sentir siquiera una mordida y por el ímpetu del oleaje decidí regresar, enfocando el deseo en la fritanga de sardinas que la imaginación y el hambre hacían crepitar en el sartén sobre la lumbre. Y de pronto, descubrí a unas decenas de metros de la playa a dos tortugas mancuernadas boqueando gozosas sobre el oleaje. Me metí extremando el acecho para que no me vieran y logré prender al macho por atrás, metiendo mi mano derecha entre el caparazón y la cabeza y la izquierda justo en el extremo posterior, de manera que al mismo tiempo que me impulsaba con las piernas dirigía con las manos el aleteo de las tortugas hacia tierra.
Por fin, tras un cuarto de hora de esfuerzo intentando en vano que las tortugas se desacoplaran para quedarme solamente con el macho, pude acercarme lo suficiente a la orilla para salir impulsado por una ola. En cuanto di pie en la arena, intenté arrastrar a los animales –casi cien kilos entre las dos- playa arriba, pero otra ola aún más grande que la que me había sacado me levantó en vilo y me dio una revolcada pesadillesca. Absorbido en el trance me negué imprudentemente a soltar la presa hasta que entre tanto zarandeo la hembra se zafó, lo que me incentivó a afirmarme con más fuerza a la caparazón del macho, que volteaba la cabeza con porfía en busca de una mordida decisiva.
Y así estuve debatiendo con las olas y la tortuga en una temporalidad intensísima que agotaba los destellos de conciencia entre la reventazón de las olas y el paréntesis que abría sobre la superficie mi cabeza al jalar aire desesperadamente. Entonces, un mandato desde la más profunda oscuridad me dijo ¡Suéltala!, pero mis brazos y mis manos siguieron obedeciendo al deseo negándose a soltarla.
En tal necedad persistía, cuando un torbellino a la medida de mi ambición me puso a girar vertiginosamente, y fue así como una fuerza descomunal logró arrancarme a la presa de las manos. Salí arrastrándome apenas hasta la arena firme de la playa y me dejé caer boqueando como un náufrago. Levanté la mano derecha sólo para ver las yemas de los dedos ensangrentadas y cerré enseguida los ojos tratando de controlar la respiración para amenguar el trepidante golpeteo del corazón sobre el pecho.
Un graznido agudísimo justo encima de mi me trajo de nuevo a la luz, y lo primero que vi en lo alto fue un águila que llevaba entre sus garras un pez plateado que aún debatía por soltarse. Todo, y al siguiente latido nada: así es la impredecibilidad del trópico.
Raga, que ya está habituada a mis excesos, no dudó de que las heridas de los dedos se habían producido al resbalar en las rocas. Pero mientras ella movía en desaprobación la cabeza y me hacía prometerle más cordura y acecho en mis actos, yo nada más pensaba en las tortugas, en cómo por un instante inacabable había tenido en mis manos dos vidas que celebraban el milagro ritual de la perpetuación después de haber sobrevivido durante más de veinte años en las profundidades asesinas del Pacífico. Es el único coito que he interrumpido en mi vida, y no me quedaron ganas de volver a intentarlo.